4 de diciembre de 2010

LA ESCRITURA COMO CAMINO


Me preguntas que cómo me siento al escribir.
Interesante cuestionamiento.
Podría apelar a recursos intelectuales y salvar esta inquietud con algún argumento racional. Pero si elijo ser honesta contigo y conmigo, te puedo decir, preguntón, que sentirme “escritora” es como enfrentar una pared. Sí, una pared. Alta, más que alta, enorme... mirá... ¡si está tocando el cielo! ¿Acaso creo que tengo las agallas para animarme a treparla? O podría fabricar un artefacto de demolición y hacerla estallar en pedazos. También podría recorrer un lento camino de desarmado, pieza por pieza, bloque por bloque, pacientemente. Podría pedir ayuda, de vez en cuando, y entre dos o más personas, ir desarticulando esta barrera que se impone ante nuestros ojos.
Pero me pregunto: ¿por qué o para qué debería elegir uno solo de estos variados caminos?
Y, es así que, a veces siento que hago todo de una sola vez. En ocasiones, siendo fiel observadora y respetuosa de mis emociones, decido recorrer la demolición si es que estoy transitando una rabia explosiva o una profunda tristeza; escalarla si mi ánimo es alegre y entusiasta, sintiéndome confiada en mis habilidades; si dispongo de tiempo y tolerancia opto por un derrumbe lento y minucioso, analizando cada detalle e imperfección. Siempre, pero siempre, acudo a la ayuda de mis hermanos de la vida, para que me enseñen a desarmar mis viejas creencias y así poder construir “de cero”.
Veo las piezas sueltas, dispersas y, aparentemente, inconexas a mis pies, de esa que hace unos instantes, era una intraspasable pared.
A la izquierda algunas ideas convencionales del tipo: “las mujeres deben estar sujetas a las normas de la sociedad y buenas costumbres”, “pero si decís eso te van a tomar por loca”, “si utilizás ese léxico no te van a tener en cuenta”, “no es de buen gusto expresar todo lo que sentís”... y así un sinfín de bla, bla, bla.
¿Acaso me importa? ¿Modifica mi sentir seguir esos parámetros de “normalidad” y convencionalismo?
A mi derecha observo las piezas de un sistema de creencias viejo, muy viejo... tan viejo que casi no reconozco que formara parte de mí. Son como un montón de escamas deterioradas que ahora, al verlas ahí amontonadas, me pregunto: ¿cómo pude cargar con éste montón de basura inútil? ¿a quién quería convencer camuflándome con ella? ¿era consciente de que estas escamas no estaban adheridas a mi piel y que yo elegía sostenerme en ellas?
Veo otras piezas que se van desintegrando con el viento. Son los fragmentos que se engancharon, más superficialmente, en mi coraza, la que trato de ir desarmando en cada oportunidad de escritura catártica. ¿Realmente era tan fácil deshacerme de ellos? Pero si no revestía mayor gravedad... ¿por qué no lo hice antes? ¿Sentiría que eran necesarios para ser aceptada e integrada en sociedad?
Pero los más interesantes son los trozos desgarrados que se encuentran bajo mis pies. Eran los más arraigados, esos que uno ni cuenta se da que se alimentan de nosotros, aún cuando lo que nos sostiene sea el vacío y el hambre. Son como pequeñas sanguijuelas, parásitos, seres en apariencia desagradables y que no se justificaría su existencia, pero aún así... existen. Y no en vano nos acompañaron hasta este momento en que al enfrentarnos, cara a cara, les agradecemos por su estadía, la cual no fue muy grata, pero con una fuerte patada los mandamos al lugar que les corresponde, la Madre Tierra. En ella se esfuman, se entierran hasta lo más profundo, para nutrirse de los alimentos primarios, transformarse, y una vez reconvertidos en algo sustancioso y valioso, emergen nuevamente a la vida.
Ante este escenario me encuentro una vez que me he despedido de mis barreras y, frente a mi, ahora hay un enorme pozo, un hueco que lo siento sin fin. Sí, es cierto, parece un agujero negro, tan negro que si existiera un color más oscuro, lo escribiría con su nombre. Y sí, da miedo, por supuesto que da miedo. Como todo hueco sin fin ejerce una fuerza de vacío, de atracción.
¿Que me sostenga en algo y no me permita caer? ¿Que pida ayuda para salir cuanto antes de su proximidad? ¿Que me aleje cuanto antes y me convenza de que nunca lo vi? Definitivamente estas actitudes, en mi actualidad, no me definen, por suerte... o esfuerzo.
Por supuesto que el camino fácil habría sido ese pero ¿qué gano yo al escapar? ¿el agujero negro va a dejar de existir si yo corro hacia el lado opuesto y niego su presencia? ¿si me voy... no estaré permitiendo que esa fuerza siga creciendo y coma insaciablemente todo lo que esté a su alrededor, hasta que al fin llegue hasta a mi y, entonces presa de terror, me consuma definitivamente?
Uniendo la intuición, la coherencia, la lógica y el sentido común, aún siendo un sin-sentido, me doy cuenta que la huída no es el camino correcto. Por lo tanto, siendo responsable por mi miedo, dudas, inseguridades y el terror más grande sentido hasta el momento, decido no resistir y ayudar a esta fuerza magnética. Me dejo arrastrar por ella y ahí, en ese agujero negro, es cuando me veo y reconozco con mi propia esencia, eso que verdaderamente “yo soy”. ¿Linda o fea? ¿Grande o chica? ¿Buena o mala? ¿Valiente o cobarde? ¿Inteligente o ignorante? ¿Cariñosa o distante? ¿Honesta o mentirosa?
Nada de eso o todo eso.
En esta oscuridad sin límites no hay parámetros, no hay juicios, no existe el Si o No... En esta profunda y real oscuridad, LO QUE ES, ES y solo existe la aceptación. Caen lágrimas de dolor, duele el estómago de tanto vacío y ansiedad, retumba la cabeza por los desencuentros, flaquean las piernas ante el desequilibrio, sufren los oídos ante el silencio desgarrador y se enmudecen las palabras habladas ante la nada, en un grito ahogado de desesperación. Pero este doloroso pasaje ¿es menos doloroso que la huida, que el permanente miedo al miedo, que el sufrimiento por temor al propio sufrimiento?
Desde ya lo digo: Si, absolutamente.
Es un dolor intenso y aterrador pero que conlleva el germen de la vida. Plasmado al otro lado de la oscuridad, está la luz que nos espera cuando construimos un faro de esperanza. De a poquito, pieza por pieza, fragmento por fragmento, en ese hueco, vamos rellenando la tierra que, con sus nutrientes, nos va enriqueciendo y solidificando nuestros cimientos. Ahora nuestros hermanos son la lluvia, el viento, las piedras, los animales, los árboles, las estaciones del año, el sol y la luna, todos colaborando en armonía para que podamos renacer a la vida manifestando nuestro espíritu.
Finalmente, eso es, ni más ni menos, lo que aguarda ser encontrado al otro lado, cuando elijo recorrer la escritura como camino.

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