¡Al fin! Había llegado el momento que tanto
había deseado. Horas y horas, días y días, meses y meses, hasta completarse los
largos años, había ansiado este momento. El gran momento. El único. No
existiría otra oportunidad.
LA PELEA.
Bien, no sería La Pelea en el sentido estricto
de la expresión, es decir, no se basaría en una descarga física, en golpes, puñetazos,
trompadas ni patadas. En cambio, sería en el terreno que mejor le venía a ella,
el territorio de su poder, de confianza,
el de las palabras.
Con estas armas, y bien digo armas porque no
son solamente herramientas, estaba decidida a destruir a su oponente, pensaba
aniquilarla, de tal manera que la otra nunca más pudiese pronunciar palabra,
solamente se dignara a seguir transitando por esta existencia como un ente, no
más que eso, un cuerpo compuesto por órganos, que siguiendo su funcionamiento
biológicamente programado continuara confiriéndole vida, pero más allá de eso,
nada más, ni una pizca de esencia, de voluntad, de posibilidad de trascendencia.
Pero debía prepararse, debía estar tranquila,
serenarse, porque se jugaba la vida en ello. Uno no gasta valioso tiempo de su
vida en enojarse con alguien si no va a llegar ese día tan deseado en que podrá
descargar toda su furia en el objeto de odio. Un nivel de ira de ese estilo no
resultaría provechoso. Sería un odio sin sentido. Y ella estaba convencida de
que el odio puede tener sentido, de alguna manera lo debe tener, si no habría
malgastado gran parte de su vida en algo que no valdría la pena, el sufrimiento,
las malas horas de tragos amargos, el nudo en la garganta, la tensión en el
estómago, la presión en los hombros y las manos.
Por supuesto que estos pensamientos no eran
compartidos con nadie, siquiera con su analista. No. Un grado de miseria humana
tan profunda no puede ser revelado a nadie. A duras penas a uno mismo. Menos
cuando todo ese cúmulo de sentimientos negativos y despreciables va dirigido
hacia la propia sangre. Sí, porque la sangre que corre por sus venas es la
misma que corre por las mías. Hermano o hermana, no importa. Padre o madre, no
importa. Primo o prima, tampoco importa. Sí importa que es el mismo origen, la
misma ascendencia, el mismo código genéticos salvo por pequeños detalles,
importa que Es Familia. Y cuántas veces se había cuestionado el alcance de ese
concepto. ¿Qué es ser familia? ¿Qué es ser hermana o prima? ¿Qué implica un
vínculo de sangre? ¿El amor y la aceptación es un hecho solo por el parentesco?
¿Y si quiero más a un amigo que a mi propio hermano? Una vez había escuchado
aquello de que los vínculos se construyen y esto, le trajo paz. Podía poner
orden en toda esa confusión interna. Esta definición iba más acorde con lo que
ella sentía y había conocido hasta el momento con sus idas y vueltas en los
vínculos familiares.
Pocas veces había descargado su furia hacia
ella con golpes, solo en contadas ocasiones, y esto la había hecho sentir muy
bien. Pero ese placer le fue negado. No era correcto que dos niñas se
golpearan. No era bien visto porque no corresponde a lo que la sociedad espera
de dos mujeres, simplemente por una cuestión de género. Con envidia e
impotencia veía como sus compañeros de clases o sus primos se trenzaban en una
pelea que terminaba con uno llorando o derribado en el suelo sin poder hacer
nada. Y fantaseaba con que ella podría hacer lo mismo algún día. Y fue así que,
sin haberlo elegido, fue transitando el camino del pensamiento, de la fantasía,
del recuerdo, de la palabra, emitida o reprimida. Si tenía alguna oportunidad
en dañar a la otra lo hacía de manera sutil, que no dejara rastros, que fuera
en una situación confusa, que si alguien preguntara qué había pasado ambas
pudieran quedar sin argumentos. No le importaba ser castigada porque lo que sí
conformaba su objetivo era generar el daño a su oponente. Si después venía una
golpiza o una reprimenda le era indiferente. Ya había cumplido su objetivo,
sabía que la semilla había sido plantada y nadie podría esterilizar esa tierra.
Sobre todo porque conocía los puntos débiles de su contrincante. Sabía que la
otra era arrogante, soberbia, necia y, gran debilidad, siempre creía tener la
razón. Ante un ser así era imposible que pidiera ayuda si se sintiera mal. Lo
único que haría ante una frustración o malestar sería proyectar su angustia o
furia en otro. Y es así como la semilla fue rompiendo su cáscara, fue
desplegando sus brotes, sus raíces y comenzó a asomar sus pequeñas hojas. Ahora
que uno analiza la situación, era una cuestión casi mágica, bien diría ¡un
milagro! Solamente debía dirigirle una mirada oscura, un movimiento preciso de
cejas, una mueca apenas apreciable, un leve cambio en el tono de voz, para que
la otra sintiera que otra gota más de lluvia ácida caía sobre su tierra fértil
de odio.
Sí, era un odio mutuo. En este mundo nadie es
tan bueno ni nadie es tan malo. No hay santos ni diablos. Todos tenemos un
poquito de todo, es bueno poder reconocerlo. Si nos hacemos los ciegos caemos
en la tontería de idealizar al ídolo de turno o de defenestrar a un pobre que
nada tenía que ver con la situación. Y este era otro punto a su favor, el
reconocerse a sí misma como un poco buena y un poco mala. A veces un poco más
mala que buena pero es que hay circunstancias que lo requieren.
Pensar que todos estos recuerdos y reflexiones
venían a su mente mientras era maquillada. Ella no solía maquillarse pero el
evento lo ameritaba. Y uno podría preguntarse: ¿Maquillarse para una contienda?
¿Adherir al rostro colores para un enfrentamiento? ¿Una máscara de guerra,
quizá? Pero esta pintura tenía otras connotaciones. Un refinamiento estético
calculado para la ocasión. Se trataría de un camuflaje sutil, delicado, etéreo.
Algo así como un pajarito que por primera vez va a explorar el mundo
circundante y, sin saberlo, comienza a picotear y remover la tierra con sus
patitas, sin saber que está sobre el nido de una serpiente. Una imagen muy
tierna e ingenua. Definitivamente muy inocente.
Estaba el orador en el estrado y daba comienzo
al debate público y nacional. El momento había llegado. La hora señalada para
el enfrentamiento marcaba el inicio.
Una en su podio y la otra en el otro. Dos
feroces candidatas a la presidencia de la nación se disputaban el mando del
país, el control de sus soberanos, el destino de sus corderos.
Nadie debería de sospechar que entre ambas, el
gran secreto, oculto por papeles de adopciones y cambio de identidad, era el de
su hermandad. Solo ellas conocían hasta en la intimidad lo que se jugaban en
ese momento. No solo su ideología política o ambición de poder. Este secreto
contenía mucho más significado para ambas.
Pero triste momento para los electores, que
cual rebaño sólo deben confiar en su pastor, ni podían imaginar que sus votos
dependían del resultado de una simple riña entre hermanas.
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